Pablo Gómez
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El acontecimiento político mexicano más importante y trascendente del año de 2015 no fue la elección de diputados sino el fraude electoral que se realizó en esos comicios. No fue nuevo en absoluto que el PRI se quedara en menos de un tercio de la votación nacional, ni siquiera fue una sorpresa que el llamado Partido Verde, aliado de Peña Nieto, hiciera fraude con una campaña electoral anticipada para beneficiar la alianza que mantiene con el PRI. Tampoco fue tan trascendente que le hubieran arrebatado al PT siete diputados a los que tenía derecho en el momento del reparto. Lo que modificó la composición de la Cámara de Diputados fue el fraude priista directo.
Cuando el equipo de Peña Nieto diseñó la estrategia electoral para 2015 se vio precisado a abarcar varios aspectos que confluyeran en el objetivo central de obtener una mayoría de curules. Fue así que se ideó un fraude mediante la utilización de la alianza con el llamado Verde para evadir la cláusula de la Constitución que prohíbe una sobrerrepresentación mayor a ocho puntos sobre el porcentaje efectivamente alcanzado en las urnas.
Esto quiere decir que si un partido tiene, por ejemplo, el 30 por ciento de la votación, no podrá tener más del 38 por ciento del total de la Cámara (500), es decir, 190 curules. Esos 8 puntos de sobrerrepresentación son una treta política para beneficiar al partido más votado, pero la treta está acotada. Así, para poner otro ejemplo, si un partido con el 30 por ciento de votos con un tope de 38 por ciento de la Cámara obtiene 190 distritos o más de mayoría relativa, entonces no participa en el reparto de curules plurinominales porque ya tiene un porcentaje artificial, es decir, el 38 en lugar del 30 por ciento que en realidad obtuvo. La única forma de ir arriba de ese 38 sería exclusivamente con diputados de mayoría relativa, es decir, elegidos cada cual en un distrito.