Eduardo Ibarra Aguirre
A mi querido Manuel Ibarra Aguirre.
Un preocupante protagonismo político pone
en juego el general de cuatro estrellas que despacha en Lomas de Sotelo y quien
desde allí dirige a los “entre 35 y 45 mil soldados” que “sólo para atender el
problema de la delincuencia” realizan “mas de mil 500 acciones diarias”.
Salvador
Cienfuegos lo mismo hace un discurso para respaldar la “estratégica reforma
educativa” de su jefe Enrique Peña Nieto, que con el pretexto de recibir una
medalla de un grupo de abogados que en el sexenio de Felipe Calderón premió al
impresentable Genaro García Luna, como también demanda “instrumentos legales
que garanticen el desempeño del Ejército”.
Y en la entrevista
con Carlos Benavides (El Universal, 29-VI-15) pontifica en contra de la
corrupción, expresa inconformidad con las reformas para acotar el fuero de
guerra, explica qué quiso decir cuando habló de los “apátridas”, regaña a los
críticos de la Secretaría de la Defensa Nacional, entre los que me cuento desde
1993.
Muchos
son los temas que aborda el general secretario y sus opiniones son difundidas
sin el indispensable contexto informativo por el duopolio de la televisión y el
oligopolio de la radio.
Hasta el
cuidadoso Gran diario de México que siempre está alineado con el señor de Los
Pinos, describe a Cienfuegos como “uno de los hombres más poderosos del
país”. En efecto, el alto mando por su conducta y desenvolvimiento es uno de los
poderes fácticos. En corto lo plantean no pocos y talentosos analistas, pero a
la hora de abordarlo en público, como cuando presentamos Ejército, medios y libertad de expresión en la Facultad de Ciencias
Políticas de la Universidad Nacional, en noviembre de 2003, no faltó quien me
corrigiera, “para mí es una dependencia del Ejecutivo federal”.
Justo al cumplirse el primer año del
virtual fusilamiento de civiles en Tlatlaya, estado de México, masacre que hace
un año negó la Sedena, el gobernador y la Procuraduría mexiquenses, e incluso
alteraron la escena del crimen el segundo y la tercera, Cienfuegos Zepeda
reconoce que “Somos, según al decir de muchos, una de las instituciones que más
violan los derechos humanos, pero en todas las encuestas somos la institución
más confiable. Una incongruencia en la que alguien debería decirnos dónde está
el problema. No podemos ser violadores de derechos humanos y al mismo tiempo
los más confiables.”
Cuesta trabajo a los generales en activo entender
que los encuestados no necesariamente tienen que contestar lo que piensan –como
fue corroborado nuevamente el 7 de junio–, y menos cuando el Ejército y la
Marina también son instituciones “respetadas” por “temidas”. Y no sólo a partir
de que Felipe Calderón (El soldadito de plomo) se encaramó en el poder con la decisiva
ayuda de las fuerzas armadas y para legitimarse decretó la guerra contra el
crimen organizado con un altísimo costo en vidas humanas, sino desde que tengo
uso de razón y convivía con ellos en Matamoros, una de las cunas del
narcotráfico.
Para el titular de la Sedena el número de
quejas presentadas bajó considerablemente, en un país donde sólo se denuncia
tres de cada 100 ilícitos cometidos, y dijo que las recomendaciones de la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos suman cuatro. Sí, pero con Tlatlaya
basta y sobra.
Desde la academia se investiga a fondo y a
detalle la hipótesis de que la política porfirista del “Mátalos en caliente”
podría estarse abriendo paso, es decir, la presunción de que a los supuestos integrantes
del crimen organizado es mejor aniquilarlos que detenerlos.
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