Pablo Gómez
El
llamado Pacto por México se convirtió en una mala frase dentro de la izquierda
y en algunos círculos panistas. Tal vez por eso se dice ahora que influyó en
las recientes elecciones, pero para medir su impacto es preciso hacer lo que
antes no se hizo: el análisis del pacto mismo.
El Pacto fue redactado y firmado al estilo priista: en
secreto y, luego, en una ceremonia pomposa y ridícula. El error del PRD no fue
proponer la elaboración del acuerdo político sino haberlo hecho sin consultar
al partido; algo semejante le ocurrió al PAN.
Después de las elecciones de 2012 las principales fuerzas
políticas tenían que llegar a acuerdos si en realidad buscaban lograr algo en
los primeros dos años del sexenio. El contenido del Pacto correspondía a lo que
habían expresado los partidos aunque también había temas nuevos, especialmente
para el PRI. Las cosas eran más complicadas para el PRD porque éste había
acusado a Peña de hacer un fraude electoral a través de la anticipación de su campaña en la televisión
y mediante un gasto mayor que el permitido. Una vez más, a la izquierda se le
presentaba un dilema entre la actitud política y la posición política. La
primera es algo generalizador, es un rechazo o una aceptación en bloque. La
segunda es un conjunto de propuestas y unas decisiones tomadas según el
contenido de los proyectos y los contextos. En la lucha parlamentaria siempre
ha tenido la izquierda ese dilema y no siempre lo ha resuelto bien ya fuera
hacia un lado o hacia el otro.
Peña aceptó la propuesta de un acuerdo puntual que no contuviera
línea general de gobierno ni significara alianza política. Era la mejor forma
de mantener la confrontación sobre la política general sin ahogar todo intento
de cambio. El asunto central era que una vez que los votantes se habían
expresado, los partidos los tomaran en cuenta en lugar de ignorarlos como se
acostumbra. El hecho concreto era que en el país no había ninguna fuerza
mayoritaria. Es lo que ahora ocurre, por ejemplo, en la Ciudad de México, donde
debería invitarse a Morena a un acuerdo o de plano a formar parte del gobierno
por ser el nuevo partido más votado y ser de izquierda. En síntesis, hay que
acatar el mandato de las urnas o nunca se podrá siquiera aspirar a ser
demócrata. Por lo visto, aquí sigue abierto un debate dentro de la izquierda 35
años después de la participación electoral del Partido Comunista.
El Pacto contenía asuntos de la agenda nacional en los que no
se habían producido acuerdos en el pasado reciente. Por ello era un acuerdo
amplio aunque no se trataba de un cambio de rumbo general. Había en la agenda
dos reformas impostergables sobre las cuales venía insistiendo la izquierda: la
administración del sistema de educación básica y las telecomunicaciones. En el
primer tema, el gran problema se llama SNTE y se conoce como Gordillo,
mecanismo que privatizó bajo el control de un grupo a miles de establecimientos
escolares en el país; en el segundo, destaca la existencia de dos monopolios,
América Móvil y Televisa. López Obrador había abordado durante su campaña ambos
problemas aunque sin definir rumbo concreto. En cambio, Peña Nieto no tenía esos
temas en su agenda pública.
Gordillo fue a la cárcel y la reforma, mal llamada educativa en lugar de administrativa, le arrebató al SNTE y por esa vía a la CNTE parte de su control burocrático. Desde la izquierda sin embargo se ha apoyado al viejo sistema en el que los líderes sindicales imponían a directores e inspectores además de repartir plazas y despedir profesores, pero se trata de un apoyo reactivo que exhibe la falta de un proyecto propio para la administración del sistema educativo. La CNTE ha tomado el peso principal de la defensa del modelo gremial de rectoría educativa y financiamiento político aunque los líderes del SNTE siempre han sido los principales beneficiarios de ese gremialismo en cuanto a sus influencias burocráticas e ingresos económicos.
La reforma de telecomunicaciones tuvo como propósito
relevante la regulación antimonopólica pues ni siquiera ésta existía en el
país. Ha quedado pendiente, aunque dibujada, la creación de una nueva
televisión de Estado con fuerte financiamiento público. Se establecieron
también nuevos derechos humanos que la vieja Constitución nunca había recogido.
Esa reforma fue un poco más allá de los programas políticos hasta entonces
conocidos.
La reforma fiscal se hizo fuera del Pacto con el apoyo del
PRI y del PRD, objetada con fuerza por el PAN y por Morena. Para parte de la
izquierda, era la primera vez en casi 30 años que se aumentaba la progresividad
del impuesto sobre la renta y se eliminaban o limitaban algunos regímenes
fiscales de privilegio. Cuando el PRD nació tomó esos planteamientos de las
izquierdas anteriores. No había justificación alguna para impedir la reforma
fiscal (cosa que se podía fácilmente) aunque tuviera insuficiencias. En otras
palabras, hubiera sido una vergüenza que la izquierda, toda ella, saliera
corriendo de la coyuntura fiscal tan largamente esperada.
La reforma llamada energética fue obra del PRI y el PAN. No
se encontraba firmada en el Pacto y el PRD no podía suscribir ninguno de sus
puntos. No obstante, se dice que esa reforma ha sido producto del Pacto a
sabiendas de que se miente. Por el contrario, la reforma energética fue la
causa de su desaparición con la evidente satisfacción de Peña quien se liberaba así de tener que
responder por el contenido verdadero del Pacto.
Sí, el Pacto por México contribuyó al desprestigio del PRD
pero principalmente debido a la torpeza de la dirección de ese partido en la
forma en que fue firmado y por la falta absoluta de discusión previa e,
incluso, de debate posterior. Si alguien tiene necesidad de apegar sus
razonamientos a los hechos concretos, podría leer el Pacto y comprobar que esas
reformas ahí enunciadas, en su mayoría, siguen siendo necesarias y forman parte
de las propuestas progresistas del país. Ojalá se lograran ahora o mañana bajo
el gobierno que fuera. Sigue habiendo en la izquierda, en efecto, un conflicto
con la democracia a pesar de los años y la experiencia.
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