Hugo Rangel Vargas
Apenas hace un día la
directora gerente del Fondo Monetario Internacional, Christine Lagarde, lanzó
una declaración reconociendo el débil crecimiento económico a nivel mundial
calificándolo de “mediocre” y haciendo un llamado a las instituciones encargadas
de la política económica en el mundo para que esto no sea una realidad
permanente.
Pese a la expectativa por
el crecimiento económico en Estados Unidos, la recuperación de la zona euro y el hecho de
que Japón podría salir de la recesión; la funcionaria de origen francés
reconoció la existencia de focos de inestabilidad financiera y de volatilidad
derivados fundamentalmente de la caída en los precios del petróleo.
La
aseveración de Lagarde es técnica y políticamente correcta frente a las
expectativas de crecimiento económico mundial que se han estimado para 2015 en
3.5 por ciento y para el próximo año en 3.8 por ciento. Sin embargo moralmente
resulta inaceptable que sea esta institución la que hable de dificultades para
que la economía mundial tenga mejores estándares en términos de crecimiento y
que recomiende a los países “adecuaciones a sus políticas fiscales y monetarias
para mejorar el ritmo de las economías”.
Y es
que a partir del conocido Consenso de Washington, el Fondo Monetario
Internacional condiciona la asistencia de créditos a los gobiernos nacionales a
la adopción de determinadas medidas que se manifiestan en cartas de intención.
Estas medidas, conocidas como de ajuste estructural, van desde la reducción del
gasto social, la apertura comercial del sector externo de la economía, la
cancelación de controles de precios y subsidios, la privatización de empresas
propiedad del estado y la mejora del marco jurídico a favor de las inversiones
extranjeras.
Vista
la política pública como un enorme tablero de controles a los que el estado
tenía acceso para potenciar el crecimiento económico, después de las políticas
de ajuste estructural, dicho panel ha quedado reducido a un par de palancas (la
política monetaria y la política fiscal) cuyos márgenes de movimiento están
también acotados a los criterios que también dicta el FMI y otras instituciones
internacionales; por lo que las posibilidades de estímulo a la economía están
dictadas por el interés del mercado y de la libre competencia de los capitales.
Si
bien el Fondo Monetario Internacional ha dicho que se encuentra explorando
“avenidas para impulsar el crecimiento” por encima de las tasas actuales; la
alerta en la institución parece prenderse un poco tarde y una vez que las
consecuencias de las desregulaciones y las medidas de ajuste estructural han
invadido la viabilidad de muchas economías nacionales.
Queda
claro que el agua comienza a llegar a los aparejos hasta para el propio
organismo internacional que otrora se regodeaba en la obcecada ortodoxia de sus
recomendaciones. A la par de ello parece haber llegado el fin de una época de
extrema libertad en los mercados y reaparecer, entre los círculos de analistas
económicos y financieros a nivel internacional, la convicción de que el
crecimiento económico solo puede ser estimulado por una actitud proactiva de
los aparatos públicos nacionales que coadyuve a que éste se dé en un marco de
redistribución de la riqueza y de crecimiento del empleo.
Ajustar
el ajuste resulta un imperativo para el Fondo Monetario Internacional y para el
andamiaje financiero internacional que ha encerrado sus alternativas en un par
de ideas que han dejado una estela de fracasos y fiascos en los países en los
que se ha instalado como laboratorio. A la par de ello, el mediocre crecimiento
económico impone una profunda reflexión sobre los estrechos márgenes de acción
de economías como la mexicana, dada la magnitud del letargo.
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