viernes, 24 de abril de 2015

Apuntes para una política de desarrollo rural

Hugo Rangel

El campo michoacano representa una fortaleza en potencia para detonar el crecimiento económico, el empleo y el desarrollo de la economía en su conjunto.

De entre los 15 cultivos principales tanto de riego, temporal como perennes; el estado de Michoacán ocupó en el 2007 los 5 primeros lugares de la república en 12 de ellos. La entidad también se encuentra dentro de los 10 primeros estados productores de bovino, porcino y caprino; así como en la producción de carpa y mojarra.

Pese a la competitividad del campo michoacano, persisten dos lógicas de producción perfectamente identificadas: a) la de la producción de las unidades agropecuarias o agroindustriales que tienen altas tasas de rentabilidad, abren sus propios canales de comercialización incluso en los mercados internacionales, tienen acceso al crédito y a la tecnología, emplean mano de obra asalariada, y; b) la de las unidades de producción campesina que producen fundamentalmente para el autoconsumo y los excedentes que generan esporádicamente son llevados al mercado a través de grandes acaparadores, no tienen acceso al crédito y siguen produciendo con métodos tradicionales, emplean mano de obra familiar.

Un par de datos extraídos del Censo Agrícola, Ganadero y Forestal del 2007 en Michoacán dan cuenta de esta realidad que se reproduce con matices en cada región de la entidad: 1) el 95 por ciento de las más de 180 mil unidades de producción censadas declararon no hacer uso de créditos, seguros, apoyos financieros o generar ahorros, y; 2) por cada trabajador contratado en una unidad de producción, había 0.6 trabajadores de carácter familiar.

La coexistencia de ambas lógicas es un fenómeno ampliamente estudiado desde el siglo pasado en el sistema de producción capitalista y la persistencia de una racionalidad rural distinta a la de las empresas agroindustriales, permite la generación de plusvalor que es transferido a través del mecanismo de la conformación del precio de las mercancías, a los sectores de alta rentabilidad del sector rural.

Si bien es cierto que el sector agroempresarial necesita de condiciones específicas y de estímulos a su competitividad que le permitan la expansión del mercado, el mejoramiento de los paquetes tecnológicos que son ocupados en los cultivos, la reducción de costos y la integración de cadenas de valor; el gran conglomerado que representan los productores campesinos de baja escala y con escasos rendimientos demandan de una atención específica que dignifique sus condiciones de vida y el acceso a mercados justos y pertinentes para la comercialización de sus excedentes así como la adquisición de medios de producción y subsistencia propiamente empleados en su pequeña unidad de producción familiar.

Derivado de lo anterior se hace necesaria la integración de una política pública que reconozca estas distintas lógicas en el sector rural del estado, que las atienda según sus particularidades y matices regionales y que otorgue viabilidad a ambas; dado que las dos se integran a un sistema de producción complejo en el que difícilmente una dinámica extinguirá a la otra.

Desconocer esta realidad implicaría que el gobierno siga concentrando sus energías al sector agroempresarial de alta competitividad y observe al sector de los pequeños productores rurales como un foco de distracción de recursos públicos, tal como ha venido ocurriendo.

Una política pública integral para el sector rural debe construirse además con la participación amplia de productores, organizaciones y de especialistas en el tema, reconociendo sin embargo que la agenda del sector se ha dictado con un profundo carácter clientelar y en base a demandas emergentes de las organizaciones y grupos de presión, y no obedeciendo a una visión de largo alcance. El alejamiento de la visión clientelar del sector implicaría, sin duda alguna, la ciudadanización del campesino.

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