viernes, 5 de junio de 2015

Apatzingán duele.

Hugo Rangel Vargas

Para quien recorra las calles de Apatzingán resulta innegable que esta tierra se encuentra profundamente lastimada. El dolor por los miles de muertos y desaparecidos que no han sido llorados en duelo por familias completas se palpa no únicamente en esta ciudad, sino también en los demás pueblos y comunidades de la tierra caliente de la que esta localidad es el centro económico, político y social.

El dolor que se agolpa en las gargantas de los apatzinguenses, la frustración que carcome palabras, la añoranza de tiempos no tan remotos en los que la bonanza y prosperidad construyó la fama de una región de gente bravía, sí, pero también productiva; son síntomas de la terrible crisis por la que atraviesa todo el valle.

Este trance de dificultades no sólo ha tocado la actividad productiva de la región, sus efectos devastadores han hecho añicos al principal activo de todo conglomerado social: la confianza, cimiento de lo que se conoce como capital social. Y es que desde el recelo de los ciudadanos hacia sus autoridades derivado de la traumatizante colusión de estas con los grupos criminales, pasando por las reservas que se tienen entre los pobladores de aquella región al momento de emprender tareas en colectivo; dejan en claro que hay serias dificultades en términos de interacción social.

Esta situación crítica resulta emblemática en el lugar donde hace 200 años se fundó la patria mexicana. Ahí, en Apatzingán, se firmó en 1814 la constitución que daría pie a la conformación del estado mexicano. Este documento que es por antonomasia el punto cúspide de un acto de confianza colectivo con el que se deposita en el Estado las tareas más vitales para la sobrevivencia de la paz social, hoy da cuenta del colapso de su espíritu en la praxis cotidiana en aquella región.

El llamado del constituyente de 1814 a construir un entramado institucional que procesara las diferencias entre los ciudadanos, fue sustituido por la voraz ley del abuso y uso ilegal de la violencia. La entraña de la carta magna que estableció el monopolio del poder público para el Estado mexicano y en beneficio del pueblo, ha visto la flagrante corrupción de autoridades de todos los niveles que se han dejado de lado la vocación de servicio para arrojarse a los brazos del beneficio personal.

Basta andar por la casa de la constitución establecida en el primer cuadro de la ciudad de Apatzingán para percatarse que el esfuerzo de Morelos y los constituyentes de 1814 está en la región de las penumbras de la memoria y de la identidad de los apatzinguenses, más preocupados por mantener su voluntad de lucha intacta día a día, que por retroceder la memoria a un pasado en el que las primeras imágenes son de dolor y no de honra.

Pero hay algo que sigue palpándose en el saludar brioso, en el hablar arrebatado, en el buen humor, en el compromiso de la palabra, en todas estas características de los habitantes de aquella región: el ánimo de la reconciliación. Si hay algo que no se ha caído en Apatzingán es la férrea voluntad de sus ciudadanos por seguir dando batallas heroicas contra los ultrajes y los lastres que les han impuesto sus recientes gobernantes. Reconciliarse será sin duda una tarea titánica en Apatzingán y es probable que quienes den el paso al frente para empezarla sean los propios apatzinguenses.

La inspiración de esta labor esta en el corazón mismo de su tierra, en su historia, en su cultura, en su identidad; y será para honra de todo México. Ahí seguramente cobrará vida aquella estrofa del himno nacional que reza: “Si el recuerdo de antiguas batallas, de tus hijos inflama la mente; los laureles de triunfo en tu frente volverán inmortales a ornar”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario