viernes, 19 de junio de 2015

Una práctica ausente en los políticos

Eduardo Ibarra Aguirre
 
La autocrítica en la elite de la de por sí excluyente clase política es una práctica ausente, por no decir desconocida, a la hora de hacer cortes de caja de contiendas tan importantes, pero sobre todo aleccionadoras, como la del 7 de junio.
Cuando son múltiples y contradictorios los mensajes que envió el electorado, diverso como por fortuna es, pero todavía con una buena dosis de inducción y hasta de manipulación en base al hambre y otras necesidades apremiantes de millones de electores, los políticos que suscribieron el Pacto por México dan cátedra de triunfalismo, que no es otra cosa que el divorcio con la realidad en la que actúan.
El señor que firmó como testigo de honor del Pacto por México, el principal interesado en las reformas estructurales que allí se enlistan, explicó a la comunidad libanesa, que su partido, el Revolucionario, y los aliados verdes y turquesas, lograron lo que no ocurría desde 1991, mantener la mayoría en la Cámara de Diputados, y que mucho de ello se explica porque “la sociedad está advirtiendo y entendiendo los avances que está habiendo en el desarrollo (sic) de la economía nacional”. Qué insistente es el afán presidencial por hacer un sinónimo de los conceptos crecimiento y desarrollo económicos, sobre todo teniendo (para no desentonar) a la mano a Luis Videgaray.
Hoy que la campaña oficial divulga los 160 mil “empleos de clase mundial” –esperemos que no sean como la Comisión Federal de Electricidad de Felipe Calderón que 2.6 años después está en números rojos–, Enrique Peña Nieto hizo comparaciones con los gobiernos de Vicente Fox y el soldadito de plomo en materia de empleo y mientras con éstos se perdieron 130 mil y 500 mil en los primeros 30 meses, con el mexiquense se crearon un millón 300 mil.  “Y miren que no soy partidario de hacer comparaciones”.
Pero Gustavo Madero superó el triunfalismo presidencial –que rindió honores a Carlos Slim porque “a través de sus empresas sirve a México y proyecta a nuestra nación”– y juró que deja un PAN “más vigoroso, más vital y más fuerte”. Dijo que las críticas del panismo al retroceso en las urnas vienen de “10 calderonistas”.
Todo salpicado del lenguaje florido, “norteño”, que no le impide a Madero leer bien la caída de la votación de los tres puntales del pacto de Peña Nieto. Votaron contra la partidocracia porque dijeron: “‘Chinguen a su madre los partidos, ¿para qué nos sirven?’” Y reflexiona, “cuando el objetivo era ir contra la mayoría del PRI en el Congreso”.
Jesús Ortega, finalmente, parece entender menos en el plano autocrítico que sus socios hasta hace poco. Ante Misael Zavala hizo malabarismos para establecer que la media nacional en elecciones intermedias es de 12 por ciento para su partido y que el domingo 7 “sólo quedaron dos puntos abajo”.
Ni una palabra dijo de la política de “agandalle” –soberbia, la llamó– que aplicó Nueva izquierda, que él dirige, a la hora de postular candidatos a delegados y diputados capitalinos y federales.
Subestima Ortega los resultados que conquistó el Movimiento Regeneración Nacional, cuando él vaticinaba orgulloso que sería del 2-3 por ciento. También excomulga a Andrés Manuel López Obrador, del que fue “jefe de campaña” en 2006, y lo hace una suerte de demonio, pese a que le atribuye rasgos de “San Juan Bautista”, “absolutismo irredento”, “una visión casi religiosa o no casi religiosa”, la de “un salvador, de un enviado, de un mesías”. Con este coco, Ortega Martínez pareciera ameritar un diván sino fuera un discurso de justificación de uno de los peores resultados electorales del PRD.

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