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A toda demostración, el
gobierno de Peña Nieto es una regresión política. A partir de la gran obra
neoliberal antidemocrática que fue la reforma constitucional en materia de
energía, el sistema se ha ido cerrando. La Suprema Corte negó la consulta
popular y asestó un golpe a la soberanía como ejercicio de derechos; eso fue
producto de una consigna vergonzosa sobre los ministros. Se consumó el fraude
electoral de tercer piso fraguado en el Instituto Nacional Electoral (INE) y confirmado en el Tribunal
Electoral para dotar a Peña de una mayoría espuria de diputados; ese fue un
aturdidor golpe contra el dictado de los votantes promovido con éxito por el
gobierno de Peña como en los peores tiempos.
Lo característico de
estos dos lances contra la democracia y los derechos políticos del pueblo es
que el Poder Ejecutivo logró utilizar al otro poder, el judicial y a una
institución independiente, el INE, para gobernar. Esta es una forma propia del
viejo sistema político mexicano: la supeditación de todas las instituciones al
presidente de la República.
El malogrado Pacto por
México era una forma precisamente limitativa del poder presidencial que
requería la búsqueda de acuerdos con las oposiciones pero sin colaboracionismo.
Pero con la reforma energética que no estaba en el Pacto, el poder Ejecutivo puso
término a la relación de negociación simultánea con los dos principales
partidos opositores y se lanzó a retomar el dictado político como método de
gobierno.
Los gobernadores, como
en los viejos tiempos, pagaron inserciones en los diarios para saludar el
tercer informe de gobierno, pero fueron todos, priistas, panistas, perredistas,
aliancistas, en un acto nada civilizatorio sino propio de la vieja barbarie
política mexicana, la de la cargada, aquella que hizo de uso común la
lambisconería ignominiosa hacia el presidente.
Los cambios políticos
en la sociedad mexicana, aquellos que arrojan un respaldo minoritario al
gobernante en turno, los que han generado una masa millonaria de ciudadanía que
enjuicia a los políticos y mucho más al poder Ejecutivo, se encuentran bajo el
desafío de un presidente recién llegado, como todos, que se propone desde la
cúspide restaurar las señas básicas del viejo poder priista y cree que lo está
logrando.
Lo que Peña hace es
retar a la conciencia democrática del país. De la cúspide en la que se siente
ubicado como presidente bajará pronto hasta el infierno del desprecio nacional.
Es cosa de un poco más de tiempo. Lo vemos ya en las encuestas que arrojan muy
pobres resultados para el gobierno. Esa tendencia seguirá porque,
sencillamente, México no va a admitir la involución al priismo como sistema.
Por más que se apliquen represalias a los periodistas que tocan ciertos temas y
sean defenestrados como en viejos tiempos, todos los demás, los sometidos a la
autocensura, quienes conocen sus propios límites según la aplicación de las
pautas oficiales, saben de sobra que eso no durará mucho tiempo, que pronto
cederá ante la acometida ciudadana como ya antes ocurrió.
De la cúspide al
infierno no hay distancia. Es casi el mismo lugar. Quien se siente ubicado muy
arriba para someter a casi todos, en México está muy equivocado porque en realidad
ya está pisando suelos del infierno, terrenos
del desprecio popular.
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